El último café

Hoy he vuelto a la universidad. He vuelto para tramitar el título que me acredita como licenciada en, pero pagando, eso sí. He llegado corriendo, para no perder la costumbre, y el viaje en tren se me ha hecho igual de largo que siempre. Antes me dormía durante el trayecto, pero hoy ha sido imposible; estaba tontamente nerviosa por el reencuentro y por la despedida.

Me ha sorprendido llegar y encontrar la facultad vacía, tan sólo había unas pocas almas vagabundeando por el pasillo central de la planta baja, y he recordado que allí se iba a clase y qué era normal que reinase tanta paz a aquella hora de la mañana. Con sólo cruzar el umbral de la puerta lateral – uno de los lugares favoritos de los fumadores como yo – me ha invadido un repentino sentimiento de nostalgia, uf. La parte del papeleo no ha tenido nada de especial excepto que la mujer de administración ha sido más simpática de lo que yo recordaba; no se si era la alegría de perderme de vista o su manera de darme la enhorabuena, pero cuando yo estudiaba allí le hacían falta un par de dosis de simpatía. Después he vuelto a reencontrarme con mi querida fotocopiadora, aquella que cuando más la necesitabas nunca funcionaba y hoy, por si alguien tiene dudas, no me ha fallado. No me ha hecho ni una sola copia pero al menos no se ha tragado el papel original; ha sido todo un detalle por su parte, así que he pensado que también la echaría un poco de menos, incluso aunque nuestra relación hubiera sido un tanto tormentosa. Total, otro paseíto a visitar la fotocopistería. Casi no he tenido que hacer cola, lo cual me ha decepcionado; mi último día por allí no estaba estando a la altura. Menos mal que las fotos de tíos buenorros con las que las chicas decoran las paredes seguían allí, y así me he recreado un poco la vista. Mientras tanto los alumnos han ido saliendo de las aulas y de repente me he visto envuelta por un montón de niños y niñas que reproducían las mismas conversaciones que yo había tenido años atrás, y así, escuchando y mirando, me he sentido un poco vieja y un poco joven al mismo tiempo. He vuelto a la inocencia de mis dieciocho, a la ilusión que implicaba empezar aquella nueva etapa, pero también a la incertidumbre del qué no sabe que va a pasar, al miedo al cambio y a la transición entre esto y aquello. En cierta manera me he compadecido de ellos, no saben lo que les espera. Por último, he arrastrado todo este caos melancólico hacia la máquina de café, cómo no iba a decirle adiós después de tantos minutos compartidos; yo, que la visitaba tres o cuatro veces al día. He metido los cincuenta céntimos de rigor – que en mis tiempos eran treinta o treinta y cinco – y en un alarde de generosidad la máquina me ha dado el café con palito y todo. Reconozco que me he emocionado un poco, pero disimuladamente, porqué yo soy de esas personas que les cuesta desapegarse de todo hayan pasado cuatro meses o cuatro años, y sean personas, lugares o máquinas de café, qué le voy a hacer.

Así que al cabo de un rato ahí estaba yo, sentada fuera del vestíbulo fumándome el cigarro rutinario cómo si en cinco minutos tuviera que volver a clase, y echando de menos a mis niñas, aquellas que empezaron siendo compañeras de trabajos y con las que acabé compartiendo lágrimas y risas a partes iguales. Y antes de irme definitivamente, mientras me tragaba toda la nostalgia con ese último café, me he dado cuenta que aquel lugar ya se había quedado una parte de mí...¿me entiendes, no?

1 comentario:

  1. te entiendo perfectamente... yo lo hago dos veces en semana pero me siguen faltando vuestras risas a mi lado...

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