Nunca hubiera cambiado de opinión de no ser por aquella carta. Llegó a su casa una mañana de diciembre, cuando ella estaba en el trabajo, y aguardó pacientemente hasta la hora de cenar para ser abierta. Al ver el remitente, Sylvia experimentó una punzada agridulce en su estómago, ya de por sí bastante curtido en dichas sensaciones contradictorias. Se apresuró a romper el sobre con la impaciencia de un niño en un seis de enero y se dejó caer en el sofá con la pesadez del pasado cargada en sus manos. Al principio se esforzó por leer cada palabra detenidamente y encontrar el sentido de cada frase, cada coma, cada punto, pero a medida que iba avanzando, la lectura se volvía más y más trepidante. Llegó al final de la carta rebosante de demasiada información, preguntándose por qué dichas respuestas habían tardado tanto en llegar. Se dirigió a la cocina y se sirvió una copa de vino para endulzar ese momento, mientras pensaba qué debía hacer ahora. Permaneció unos minutos más en la estancia, inmóvil y con la mirada perdida. Y con la desesperación de alguien que sabe que algo va a pasar, fue corriendo hasta el salón y descolgó el teléfono; después de tanto tiempo aún se acordaba de su número.
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