Esta silenciosa lluvia, de riachuelos sonando al otro lado de la ventana, me recuerda a aquél día en que tú y yo, todavía sin saberlo, nos condenamos para siempre. Con la ilusión de quién descubre algo nuevo, con la ignorancia de quién no sabe lo que es amar, la radio nos cantaba al oído una melodía de la que ya jamás íbamos a poder escapar. El bar, decorado con pequeñas mesas redondas, estaba medio lleno, a la espera de que un grupo de turistas decidiera pararse a merendar. Recuerdo que eran más o menos las ocho de la tarde, porqué afuera era de noche, y que tenía un nudo en el estómago que no me dejaba respirar. Y temblábamos, mientras tus ojos iban pidiendo respuestas y de tu boca salían palabras contadas, que con cautela narraban este cuento que parece que no tiene fin.

Ese día no llovía, pero el cielo estaba tan gris que presagiaba que íbamos a ver llover muchas otras noches.

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