Con dieciséis años me habló de las autopsias sexuales.
Me contó que estaría bien que cada cinco años nos practicaran una de esas autopsias.
Que nos quedáramos muy quietos y alguien nos dijera qué parte de nuestro cuerpo no había sido acariciada; cuántos besos habíamos recibido; si había sido más querido una mejilla o una ceja o una oreja o los labios.
Una autopsia en toda regla de nuestro sexo, pero con nosotros vivos, aunque inmóviles.
Ella se lo imaginaba y le gustaba pensar que alguien, tan sólo mirando nuestros dedos, supiese si habían tocado con pasión o simplemente por rutina. Si nuestros ojos habían sido mirados con deseo o nuestra lengua había conocido muchos congéneres.
Además, podríamos saber cuáles fueron nuestros mejores actos sexuales, al igual que en un tronco cortado vemos cuándo soportó grandes lluvias o sequías. Quizá a los diecisete, a los treinta o a los cuarenta y siete. Quizá siempre en primavera o casi siempre cerca del mar.
¿Cuántos mordiscos, cuántos susurros, cuántos chupetones hemos sentido? Un cómputo de números sobre nuestro sexo, nuestra lujuria, nuestro placer solitario.
Y según ella, lo mejor era que cuando acabase esa autopsia sabríamos que estábamos vivos, que podíamos mejorar y lograr que nos acariciasen, que deseáramos, que amáramos y nos amasen.
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