Nunca la había visto tan radiante como aquella noche. Estaba espléndida, enfundada en sus vaqueros de cada día y con el pelo recogido rebosaba felicidad. Era como una mañana de sol en medio de aquella luna llena y no había rastro alguno de tristeza en sus movimientos. Siempre había pensado que ella era una de esas personas que nunca ven el vaso medio lleno, que son tremendamente emocionales y entregadas a más no poder. Y encontrarla allí, así, bailando al son de una música cualquiera, le pilló por sorpresa. Estaba acostumbrado a verla frecuentemente de capa caída, casi siempre con una lágrima preparada para saltar el precipicio de sus mejillas y con el ánimo hirviéndole a borbotones. No tuvo el valor de acercarse a ella y durante un rato se conformó con observarla y preguntarse si esa era su Sylvia de siempre, sino no se la habrían cambiado por cualquier otra. Mientras, ella parecía flotar entre la multitud, regalando sonrisas por doquier, contagiando con cada palabra su repentina alegría, mezclándose entre desconocidos, borrándose las heridas en cada sorbo de alcohol. Él nunca llegó a saberlo, pero ese día ella había tomado la decisión más importante de su vida; había sentenciado que pasara lo que pasara, iba a ser feliz.
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