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La chica del adiós

A ella nunca le han escrito cartas de amor,
más bien siempre han sido de despedida,
mejor así, piensa, tener al menos un motivo
para recordar por qué los que se fueron
nunca debieron llegar.

Es la chica del adiós,
un pasatiempo encrucijado
para aquellos que no se atreven a quedarse,
la chica que mide su vida sentimental
por los calcetines sueltos que han ido invadiendo su casa.

A ella podrían gustarle las cartas de amor,
sino fuera porqué sabe que solo consiguen fabricar expectativas,
hacer promesas incumplibles,
partirse en dos cuando el que la escribió
desaparece en la salida de emergencia.

Algunos la llaman excéptica,
la creen fría y racional,
pero son aquellos que no saben
que la chica del adiós se debe a su nombre,
que quizá antes de poder recibir cartas de amor

es ella la que prefiere marcharse.




Aire

Cierra los ojos y teclea. Sus dedos dominan a la perfección la posición de cada letra, de cada punto, de cada acento. Recuerda cuando de niña escribía con un solo dedo y con lentitud, o incluso cuando antes de tener un ordenador pasaba horas frente a la máquina de escribir que le había regalado su padre. Con la máquina no había posibilidad de error, si había una falta de ortografía se corregía a la vieja usanza. Ahora es tan simple como apretar un botón y empezar de nuevo. En cuestión de segundos uno puede reescribir la historia a golpe de teclado, haciendo y deshaciendo sin esfuerzo alguno. Le parece que en este tiempo, en el que casi todo funciona con la última tecnología, el valor de las palabras se ha banalizado. Siempre ha sabido que si ella fuera una palabra sería aire, porqué encuentra elegancia en su sonoridad y porqué es imprescindible para vivir. Y porqué al igual que la tecla suprimir, cuando pasa se lleva consigo todos los errores cometidos.

Cuando de repente chocas con la realidad

S. nunca había querido hacerse mayor y el tiempo la pilló por sorpresa. De un día para otro se encontró rodeada de responsabilidades y dolores varios, la mayoría profundos y agarrados a las entrañas. Era una situación desconcertante. No sabía manejarla porqué desde siempre había preferido vivir a caballo entre su imaginación y la de los demás. No quería saber nada de la realidad adulta e inconscientemente había congelado su alma a los quince años. De repente le arrancaron las fantasías de cuajo, sin pudor, sin remordimientos, y S. se  vio obligada a continuar viviendo en un modo aleatorio, intentando buscar en los espejos los restos de la niña que algún día fue. No tuvo suerte, la inocencia había desaparecido para siempre y con ella, todos los valores de la vida de S. A menudo se preguntaba a dónde irían a parar todas esas cosas buenas, porqué lo malo siempre es más fácil de recordar y por lo tanto, permanece, aún y los esfuerzos sobrehumanos por borrar aquello que nos hirió. S. se vio envuelta de diversas sensaciones a las que no sabía nombrar, quizás por no había aprendido a identificarlas, quizás por qué nunca quiso admitir que le habían roto el corazón.

El abuelo

Mi abuelo es medio sordo, o al menos se hace el sordo, todavía no he llegado a una conclusión definitiva. Mi abuelo tiene, mediante tecnología casera, casi todos los sonidos de su casa amplificados. El timbre, la tele, la minicadena, suenan a un volumen más alto de lo normal para que él lo oiga. Incluso ha colocado un piloto rojo encima de la tele, a modo de sirena de policía, que se enciende cada vez que suena el teléfono. Qué ingenio. Toda mi familia, incluida yo, nos vemos obligados a aumentar nuestro tono de voz considerablemente para comunicarnos con él. Además, por si esto fuera poco, mi abuelo se caracteriza por tener una voz ronca y hablar más bajito de lo normal, ya que hace mucho le extirparon un par de cuerdas vocales. Así que mi abuelo, además de ser sordo, es medio mudo, o salvando las distancias, sordomudo.
Mi abuelo es hombre de pocas palabras. Cuando hablo con él, ya sea en persona o por teléfono, siempre se limita a preguntar qué tal, cómo va la escuela y poco más, lo que se traduce frecuentemente en un único minuto de conversación, en dos como mucho cuando está inspirado.
A todo esto, mi abuelo es un hombre profundamente cabezón, lo que implica que cuando cree tener la razón, la tiene y punto. Teniendo en cuenta sus capacidades limitadas para oír y hablar, cada comida familiar se convierte en una lucha por tener la palabra, ya que dice que nunca le dejamos hablar y que gritamos mucho.
Sin embargo, hace tiempo que le doy vueltas al hecho de que mi abuelo es más listo de lo que parece. Cuando hablo con él, sus respuestas se limitan a ser monosílabos como sí, no o ah, qué bien, hecho que evidentemente reduce nuestra comunicación nieta-abuelo a algo un poco superficial. Cuando digo que es más listo de lo que parece, es que cada vez estoy más convencida de que mi abuelo suele hacerse el sordo y el mudo, seguramente porqué no oye lo que le decimos y por lo tanto, no puede opinar. Aún así, creo que no pone mucho esfuerzo en ello y se ha acostumbrado a vivir de esta manera, inventando en su cabeza las conversaciones que realmente no puede o no quiere tener. Por ejemplo, nunca me ha hablado de la muerte de su madre cuando sólo era un niño, o de cómo vivió la guerra civil. Seguramente porqué le duele menos estarse callado.
Así que sospecho que mi abuelo debe tener una imaginación infinita y un mundo interior nunca explorado, lo que hace que yo lo considere como un diamante en bruto. Ya dicen que a veces, el mundo real es tan cruel, que uno se ve obligado a crearse mundos propios.

En días grises...

Me encanta que me digan preciosa, guapa, bonita, bombón y demás calificativos que sirvan para piropear, ¿a quién no?. Me gusta que me hagan reír a carcajada limpia, y que en ese sonido no quede duda alguna de esa felicidad instantánea. Me gusta que me miren de manera furtiva, como quién no quiere la cosa, como quién tiene miedo de ser descubierto, como quien sólo deja guiar su mirada por el instinto. Me gusta que me hablen, que me expliquen, que me cuenten y que así hagan volar mi imaginación y despierten todo mi interés. Me gusta que me piensen, que me imaginen, que me dibujen a su parecer, como quién tiene el ansia de conocer al otro, el deseo de descubrirlo, la obsesión de saber quién es. Me gusta que me seduzcan, que me sonrían con ese punto malicioso y que un guiño de ojo sutil se convierta en una invitación a jugar.  Me gusta que me sorprendan con cualquier detalle, con una llamada inesperada, con un buenos días, princesa. 

Unwritten

Once de la mañana de un soleado día de julio en una estación ferroviaria cualquiera. Una chica con falda de tul turquesa espera sentada fumando sin parar. Llega el tren, ella sube, porque no se puede permitir el lujo de perderlo otra vez, y a conciencia. El tiempo se le escapa en algún lugar entre la espalda y el corazón. Después de una cuarentena demasiado larga ese día empieza a reconocerse otra vez en el espejo, o quizá sea sólo una ilusión perecedera. Porqué no hay nada más triste que perderse a uno mismo, aunque la chica está acostumbrada a vivir en modo de búsqueda. A veces busca porqué no encuentra lo que antaño era suyo, otras porqué necesita encontrar la certeza de algo que la empuje hacia delante. El asiento del vagón le parece confortable, tal vez incluso lo suficientemente cómodo como para permanecer allí una buena temporada. El rencor y la rabia se le esfuman con el humo del combustible quemado, dejando paso a un sentimiento de fracaso personal. Pero se siente aliviada y los músculos se le relajan a medida que abandona viejas heridas en cada siguiente estación. Seguramente la chica del tul turquesa se siente fuerte, un poco más que ayer, un poco menos que mañana.

 

Pues eso

- Yo ya no siento nada, Álex.
- ¿A qué te refieres?
- Pues eso, que estoy totalmente vacía.
- Eso es imposible.
- ¿Por qué?
- Por qué tú eres una apasionada de la vida. Nunca he visto a nadie llorar como lo haces tú.
- Pues me he secado con tanta lágrima. Ya no soy la que era, creo que me he convertido en un iceberg.
- ¿Sabes lo que pasa con los icebergs?, que sólo podemos ver el 10% por qué el 90% restante está bajo el agua.
- Exactamente, estoy con el agua al cuello.
- No, te estoy diciendo que sigues siendo la de siempre, que no quieres aceptar lo que sientes.

Del pasado al presente

Su corazón se bloqueó sin que ella pudiera hacer nada por impedirlo. Se cerró en banda inmediatamente con la primera punzada de dolor, con el primer recuerdo, con la primera lágrima, con la primera verdad. Se puso de cara a la pared y se enfadó con su dueña. Su capacidad de entregarse se encogió, se congeló en un instante que ella aún no logra recordar y se conformó con seguir viviendo olvidando aquella parte de sí misma. Miedo, en el fondo era miedo, y aunque lo sabía no encontraba la manera de vencerlo. Se desintoxicó de las locuras, de los reencuentros desesperados, de las palabras que por muy palabras que fueran no decían nada, de ser amada sólo en la mitad. Tocó sus propios límites con la yema de sus dedos y aguantó hasta quemarse con el frío más caliente jamás conocido. Optó por la salida de emergencia, quizás huyó, pero ya no le importa. Se rehabilitó a base de mirarse en el espejo, de toneladas de paciencia, de rehacer los vínculos con su gente de siempre, de crear otros nuevos. Alguna noche optó por la terapia de choque a base de alcohol y discoteca, atenuando ese miedo bajo capas y capas de valor a enfrentarse de nuevo a él. El amor, qué si no.

De sueño y sábanas

Abrió los ojos y se desperezó lentamente. Sintió frío en una mañana soleada de agosto, seguramente tenía una resaca de pesadillas en las pestañas. Aún recuerda la discusión, todos los detalles se le agolpan en la mente, los gritos, las verdades florecidas, los insultos, el portazo, los pedazos de una relación esparcidos por una alfombra barata. Los ojos se le tiñeron de tristeza y un ruido ensordecedor que entraba por la ventaba la obligó a levantarse. De camino al salón se encendió un cigarrillo, exhaló su vicio con ansia, con esa delicadeza y ese aire de melancolía que solía envolverla cuando el rímel le había empañado la mirada y cuando el pintalabios rojo le difuminaba la boca. Llegó a duras penas y se sentó en el suelo, cansada, abatida, llena de añoranza. Llevaba una semana así, repitiendo la misma rutina y sin quitarse aquella camisa blanca que aún olía a él. Casi sin darse cuenta se había convertido en una chica somnolienta. Había dejado de tomar café, por qué ya no le sabía igual, por qué había decidido que ya no le gustaba ese sabor amargo… quizás también por qué era él quién lo hacía cada mañana después de darle un beso de buenos días en aquella cama para dos que ahora sólo ocupaba ella.

Sillones callejeros

Le gusta sentarse en las aceras. Sí, siempre le ha gustado mantenerse al margen en lugar de ser el centro de atención. Así, sentada, agazapada sobre sí misma, se dedica a ver los coches pasar y en cierta manera, desde su epicentro, parece que el mundo gira alrededor. Siempre ha pensado que ese es un buen punto de vista, una mirada a ras del suelo, como si a esa altura uno no pudiese caer más bajo si se equivoca. Quizás es un método un tanto cobarde, pero le da igual, las aceras son un lugar cómodo dónde pararse a pensar.

Nina Leen en www.gettyimages.com

XXX

Y se fue a dormir bajo el sonido del agua golpeando el suelo, imaginando que cada gota era un beso que él le enviaba desde la otra punta del mundo; deseando que aquella fuera su manera de decirle que también la echaba de menos, que se acordaba de ella, aunque sólo fuera en los días de lluvia.

Pasión

Se le marcaban las arrugas en sus manos de treintañera cortando cebolla. Se adivinaban ríos azulados bajo su piel aceitunada. Se podía observar cómo las venas nacían de la nada y se deshacían en otras direcciones, creando así un entramado de vida en sus extremidades. Parecía que llevara raíces arboladas tatuadas en la cara interna de sus muñecas y aparecían con toda su intensidad cuando realizaba algún esfuerzo extraordinario. Eso la delataba, sacaba a relucir el torbellino de nervios que llevaba dentro y que ella se empeñaba en ocultar. Con los años todas las decepciones se le habían ido acumulando en esa parte del cuerpo, condenándola a no poder deshacerse de ellas. Quién sabe en qué momento sus manos se convirtieron en su identidad. Se podía pasar horas observándolas, intentando reconstruir el recorrido de esas marcas, viendo como su pulso latía más fuerte a través del recuerdo y como sus venas iban a estallar. Pensó en darles una nueva capa de pintura sólo para no tener que verlas cuando sin querer se cortó con el cuchillo. Empezó a brotar un acuoso líquido rojo de la herida y se anonadó. Rebobinó toda su vida en un segundo y dejó de odiarse a sí misma y a sus afluentes azules. Tantos años le había costado darse cuenta que sus manos tatuadas no eran signo de tristezas y penas, sino más bien de pasión. Pasión de la buena.

Trabajo sobre profundidad de campo. © Míriam Riau y Alba Carrió.

La primavera la sangre altera

En esa época se dedicaba a coleccionar nombres como quién va juntando imanes en la puerta de la nevera. Creía que esa era la única manera de caminar hacia adelante y demostrarse a ella misma que todavía le quedaba un poco de amor propio. Algunas noches el alcohol solía ser el acompañante ideal, porque con él se bebía los recuerdos y nunca hacía preguntas ni pedía una explicación. Repartía una parte de sí misma en cada una de las camas en las que dormía con la esperanza de renacer de sus cenizas y de olvidarse de un reciente pretérito imperfecto. Buscaba un parche, una sutura, otros clavos para encajar. Aunque el día siguiente solía amanecer crudo, silencioso, quizás revelador, raramente arrepentido. ¿Aquello funcionaba? Sabía que estaba en un punto de transición y se intentaba acostumbrar a ello, acomodarse en esa manera de vivir sin sentir demasiado, sin entregarse más de lo debido, sin exigir nada a cambio.

Andaba ansiosa, asustada, temerosa de un futuro incierto, calculando cada paso; pero maquillaba todas sus inseguridades con una sonrisa de oreja a oreja y con un par de anécdotas para entretener. Dibujaba su propio arcoíris sin colores después del chaparrón, se dejaba mecer por el viento que se colaba por las rendijas de sus costillas en las bocas de metro, se conformaba con comprobar que el sol salía cada mañana y que su corazón congelado parecía latir bajo la escarcha. Disfrutaba como cada año su primer helado cuando todavía no hacía suficiente calor para derretirlo enseguida y se aficionó a divagar por los rincones más inhóspitos de su cerebro, como si eso pudiera aumentar la velocidad del tiempo y solucionar sus problemas. Se convirtió en el gris, en un café templado, en un andén que siempre espera que algo pase, en una mirada huidiza, en un agua sin gas, en un bolígrafo rojo sin tinta roja, en una tela deshilachada, en una novela inacabada, en un cuadro torcido encima del sofá, en un ascensor sin viaje al ático, en un objeto de deseo de usar y tirar. Tal vez siempre había sido así, tal vez se estaba reconociendo a si misma a esas alturas de su vida. Y mientras tanto, sólo dejaba que su nombre sonara en boca de nuevos desconocidos, deseando encontrar la pronunciación con el ritmo exacto que acelerara sus latidos a medio gas para poder colgarlos en la puerta de la nevera...



Nunca la había visto tan radiante como aquella noche. Estaba espléndida, enfundada en sus vaqueros de cada día y con el pelo recogido rebosaba felicidad. Era como una mañana de sol en medio de aquella luna llena y no había rastro alguno de tristeza en sus movimientos. Siempre había pensado que ella era una de esas personas que nunca ven el vaso medio lleno, que son tremendamente emocionales y entregadas a más no poder. Y encontrarla allí, así, bailando al son de una música cualquiera, le pilló por sorpresa. Estaba acostumbrado a verla frecuentemente de capa caída, casi siempre con una lágrima preparada para saltar el precipicio de sus mejillas y con el ánimo hirviéndole a borbotones. No tuvo el valor de acercarse a ella y durante un rato se conformó con observarla y preguntarse si esa era su Sylvia de siempre, sino no se la habrían cambiado por cualquier otra. Mientras, ella parecía flotar entre la multitud, regalando sonrisas por doquier, contagiando con cada palabra su repentina alegría, mezclándose entre desconocidos, borrándose las heridas en cada sorbo de alcohol. Él nunca llegó a saberlo, pero ese día ella había tomado la decisión más importante de su vida; había sentenciado que pasara lo que pasara, iba a ser feliz.