Abrió los ojos y se desperezó lentamente. Sintió frío en una mañana soleada de agosto, seguramente tenía una resaca de pesadillas en las pestañas. Aún recuerda la discusión, todos los detalles se le agolpan en la mente, los gritos, las verdades florecidas, los insultos, el portazo, los pedazos de una relación esparcidos por una alfombra barata. Los ojos se le tiñeron de tristeza y un ruido ensordecedor que entraba por la ventaba la obligó a levantarse. De camino al salón se encendió un cigarrillo, exhaló su vicio con ansia, con esa delicadeza y ese aire de melancolía que solía envolverla cuando el rímel le había empañado la mirada y cuando el pintalabios rojo le difuminaba la boca. Llegó a duras penas y se sentó en el suelo, cansada, abatida, llena de añoranza. Llevaba una semana así, repitiendo la misma rutina y sin quitarse aquella camisa blanca que aún olía a él. Casi sin darse cuenta se había convertido en una chica somnolienta. Había dejado de tomar café, por qué ya no le sabía igual, por qué había decidido que ya no le gustaba ese sabor amargo… quizás también por qué era él quién lo hacía cada mañana después de darle un beso de buenos días en aquella cama para dos que ahora sólo ocupaba ella.
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