Pasión

Se le marcaban las arrugas en sus manos de treintañera cortando cebolla. Se adivinaban ríos azulados bajo su piel aceitunada. Se podía observar cómo las venas nacían de la nada y se deshacían en otras direcciones, creando así un entramado de vida en sus extremidades. Parecía que llevara raíces arboladas tatuadas en la cara interna de sus muñecas y aparecían con toda su intensidad cuando realizaba algún esfuerzo extraordinario. Eso la delataba, sacaba a relucir el torbellino de nervios que llevaba dentro y que ella se empeñaba en ocultar. Con los años todas las decepciones se le habían ido acumulando en esa parte del cuerpo, condenándola a no poder deshacerse de ellas. Quién sabe en qué momento sus manos se convirtieron en su identidad. Se podía pasar horas observándolas, intentando reconstruir el recorrido de esas marcas, viendo como su pulso latía más fuerte a través del recuerdo y como sus venas iban a estallar. Pensó en darles una nueva capa de pintura sólo para no tener que verlas cuando sin querer se cortó con el cuchillo. Empezó a brotar un acuoso líquido rojo de la herida y se anonadó. Rebobinó toda su vida en un segundo y dejó de odiarse a sí misma y a sus afluentes azules. Tantos años le había costado darse cuenta que sus manos tatuadas no eran signo de tristezas y penas, sino más bien de pasión. Pasión de la buena.

Trabajo sobre profundidad de campo. © Míriam Riau y Alba Carrió.

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